miércoles, 2 de septiembre de 2009

EN BUSCA DE LAS ESTRELLAS

Un hermoso día nublado. Una do esos que solo están para leer, soñar y tal vez pensar. Pleno invierno era ese día. Yo estaba sentado en mi sillón de terciopelo verde, en un perfecto jardín de invierno. Tres paredes de vidrio, que me daban una mirada panorámica del vergel que ahora anegado estaba por culpa de la lluvia que hace poco se había dignado a dejar de caer. Cerca de mí, una chimenea que chispeaba como endemoniada por el mal tiempo. Y yo, con mis anteojos puestos, leía. Deje el libro que leía sobre mi falda. Un hermoso libro, de tapa amarilla, el titulo en hermosas y ornamentadas letras rojas. Daba ganas de leerlo con tan solo verlo. Mis fríos pies intentaban calentarse al frotarse contra la alfombra que oficiaba de piso. Mientras tanto pensaba. O me mataba, en tal caso ya eran sinónimos. Pensaba en ti, como ya era de costumbre. Nada más en mi cabeza había. Detalles del libro no podía dar, porque todas las palabras eran tu nombre. Todo lo que en mi imaginación cabía era tu cuerpo. En nada podía lograr concentración. Y en ti pensaba únicamente. Monopolizabas mi genialidad. Controlabas mis actos. Manejabas a tu parecer mi vida. Y en ti pensaba.

Me imaginaba mi muerte y me preguntaba si sufrirías con ella. Me imaginaba perderte, y tenía la certeza de acompañarte a ella. Tiré mi libro a la chimenea y observe como se quemaba, con cierto humor morboso. Me divertía como un niño, pero como siempre, fue un rápido acabar y volver a pensar. Pensé. Me pregunte si me seguías amando. Me pregunte si seguías queriendo estar conmigo. Supuse si querías escucharme. Creí que no querías sentirme, que no querías que te siga diciendo todo lo que te amaba. Pensé que ya no me soportabas a mí y a mí siempre presentes y compañeras depresiones. Decaí. Me enferme de mi pensamiento, de mi inseguridad. Luego, creí escuchar el teléfono. Pero algo me impidió moverme. Algo sobrenatural. Dos tonos. Tres tonos. Y yo no me podía mover, estaba atrapado. Pues mis piernas chamuscadas yacían, y la alfombra fatigada de fuego estaba. Fatídicas chispas. El teléfono dejo de sonar, y el contestador empezó a rodar. Y se escucho: “Bueno, veo que no estas. Te llamaba porque quería charlar con vos. Nos vemos mañana. Te amo”

Una lágrima por mi mejilla rodó pero el fuego no apagó. Combustión se lograba en mi cuerpo. El fuego de la alfombra y el combustible de mi corazón. La culpa, la culpa de la muerte, la culpa de las depresiones, la culpa de dudar, la culpa de haberte hecho sentir mal tantas veces, la culpa de morir ahora y perderte y no haberte podido decir todo lo que te amaba con las palabras que siempre busque. Mi muerte sentenciada estaba ya, pero al menos morir con el corazón entero podré. Y gracias a vos tocar las estrellas lograre. Gracias, muchas gracias.

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