jueves, 6 de mayo de 2010

LA CARTA (2003)

Era una de esas tardes en las que cualquiera quisiera estar en las afueras de su ciudad. No era así para mí. Yo vivía en un pequeño pueblo q no se dignaba a parecer en los mapas, tal vez por vergüenza, tal vez por olvido o quizás por suerte. Un lindo lugar para vivir, con suficientes habitantes para habitar diez casas, pero no los suficientes para llevarse bien con los desconocidos. Un lugar increíble, a 300 Km. de Londres. Ese día de verano, en medio de mis vacaciones de 1938. Esa clase de día para vacacionar. Con sol, ero sin calor. Con viento, pero sin frio. Un día especial para escribir. Escribir a los pájaros, a los árboles, a las mujeres. Todo tiene su propio tema, pero con mis 23 años de edad y mis intentos por describir a la humanidad, lo q vivía en este pueblito me había dejado sin inspiración. Fue entonces cuando ese día q vagamente recuerdo de 1938 la vi. Bajo de un auto. Era lo mas hermoso q yo había visto en mi vida. Mas bella q mis escritos, mas bella q la vida en si misma, mas bella q la belleza en si misma. Ese pelo corto en el que se reflejaba la luz del sol que intentaba encandilarme, seguramente enviada por Dios para que no pudiese apreciar paisaje divino. Sus ojos se reflejaban en el agua de los canteros. O tal vez los canteros se reflejaban en ellos. En la inmensidad de ese cosmos propio con la que la habían bendecido, en el que yo me podía bañar impunemente sin que ella lo sepa, alardeando o intentarlo hacerlo de lo profundo que ella me dejaba llegar. Sus movimientos eran como perfume al viento. Desperdiciados pero hermosos en su totalidad. En toda mi corta vida, en todos mis cortos escritos jamás había descripto algo así. Ese segundo de deslumbramiento le alcanzo a ella para observarme, en mi pantano de indecisión, y reírse, reírse de la obviedad, del amor.
Así fue como esa tarde la conocí. Conocí al próximo de mis escritos, a la próxima de mis pasiones, de mis obsesiones.
Así fue como pasaron los días. Los aullidos de mi corazón, que ella seguramente llegaba a escuchar y le hacían reír, a mi me habrían las entrañas en señal de dolor, de angustia pasional. Hasta q un día el lobo de mi corazón empezó a correr. Correr en dirección al cuerpo de mi alma, que por fin se ponía en acción. Solo para lograr lo q mi extroversión o concertación no podía hacer. Hablarle. Pero al lobo se lo comió la angustia. Esa angustia que devora los sentimientos. Las cualidades. Las posibilidades. Las esperanzas. En ese instante me di cuenta. La niebla de la vergüenza desapareció, aunque no por completo. Era el momento para el que el destino me había entrenado. Entonces, lo q hice fue tomar un papel, uno cualquiera, eso era lo de menos y la pluma q mi difunto padre me había hecho heredar en un intento de conservar algo de familia en nuestra vida. Y así empecé a escribir. Escribí sentimientos. Vida. Describí al lobo. A sus aullidos. A ese primer día. A todo lo que nos rodeaba. A mí.
Siguieron pasando los días. La carta quedo en el olvido. Mi conciencia se percato de que no es conveniente dársela. Ella es demasiado perfecta. Demasiado feliz, para crearle un yo en su vida. De esa manera pasaron más y más días, o años. Mi cabeza había dejado de funcionar para el mundo cuando me entere de que ellas se quedaría en el pueblo de por vida. De cualquier manera era tarde.
Lo que siempre temí, y también quise. Era 1939. La guerra comenzó y yo me enliste ene el ejército. Fueron así los próximos 5 años. La supervivencia no era mi objetivo, era el probarle a ella que era un hombre de verdad. Que podía cuidarla y amarla. Y tal es así q veía en cada uno de mis compañeros su rostro. Con ese pelo corto inolvidable, inexpugnable. Los ojos, cuales astros brillaban en el cielo de los dioses, que en su avaricia y envidia se los habían robado para si mismos, pero yo haría lo imposible para recuperarlos en mi nombre.
Cuando la guerra termino era 1945 y yo, con 28 años, y un rostro de hombre de 40. Con una mentalidad disminuida por la humanidad y su espíritu pendenciero. Autodestructivo, había olvidado el amor, la vida, su valor. No recordaba las palabras, las metáforas, al lobo o sus aullidos. Solo sufrimiento, tristeza, melancolía y muerte era lo que en mi cabeza caminaba, pisoteando todo lo bueno q conocía, que había creado gracias, por ella. En ese momento recordé la carta. La había dejado debajo de mi cama, en mi pueblo, lacada. Enamorada. Con pensamientos jóvenes. Era esa mi vida. Era esa mi cabeza. Mi anterior cabeza, la que nunca recuperaría, pero tal vez. Y solo tal vez. Quede una esperanza. Ella. La única que me podía sacar de todo esto. De las penurias, de la angustia, del abismo de Hades en que me había tirado, y solo por ella. Por lo que yo creí grande. Importante. Relevante.
El viaje desde Alemania fue arduo. Lleno de recuerdos y malas ideas. La guadaña y la bata negra de las que tanto se hablan existen, y yo las viví. Lo hice en la guerra. Y lo volví a hacer al llegar a mi pueblo. Aquel que mi inspiración había agotado. Aquel que mi imaginación había logrado explotar aquella tarde de verano de 1938, estaba destruido. Por los bombarderos. Por los pueblerinos. Por las enfermedades, no lo sabía.
Mi casa. Mis recuerdos. Mis amigos. Ella. No se me ocurrió otra cosa, en mi locura irónica. Iracunda. Mas que intentar descubrir algún milagro y mi carta, y a ella. Mi más grande tesoro, no de joyas. No de oro. De carne y hueso, de vida. Pero de cualquier manera había perdido la llave. La carta. La que me recordaría el amor. La sabiduría. Las metáforas. Mi mente destruida en 5 míseros años. Fatídico el día en que me enliste. En que la deje desprotegida ante las garras del mundo. Del aire. De la mismísima vida y su destino. Su tiempo. Su deterioro.
Me sentía extraño. Me sentía libre. De repente me empezaba a sentir fuera de todo. Era por fin ese momento. Al que todos espera y todos esperan sin saberlo. Porque en ese caso no podrían vivir. Era mí momento. Estaba muero. Me imagino que de angustia. De tristeza. En ese instante, Dios me dio el tiempo que siempre necesite y nunca tuve. Nunca cree. Ella aparcio enfrente de mi. Su alma. Su esencia. Y un poder de mi interior surgió. Un calor indescriptible. Un ser que nunca antes había sentido. Redije todo lo que tenia para decirle. Fue un segundo. O una eternidad. Ya no me importaba, el tiempo no transcurría para mí. Mi mente estaba limpia y mi corazón feliz. Y cuando pensé que todo acabaría, llego el momento de que todo mi trabajo se volvió físico. O eso parecía al menos. Fue un beso. El más largo. O el mas corto, no lo se. El más triste. Y el más alegre a la vez. El más apasionado y el más ambiguo al mismo tiempo. Fue el fuego helado que en las bocas se cruzo, el sentimiento tal vez no mutuo que yacía explayado en ese momento, imaginario o no. La expresión máxima de mis pretensiones. Todo en un simple segundo eterno. Y justo cuando pensé en que algo bueno había hecho de mi vida para merecer esta recompensa, descubro la ironía. Esa que siempre esta en la vida. Y que sin ella seria feliz, pero a la vez aburrida. Estaba muerta. Igual que yo. Y este era mi castigo. Por dejarla. Abandonarla. Yo existirá de alma, pero siempre con este recuerdo. Por fin había descubierto el infierno.

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